Doris Salcedo, en la periferia de Bogotá: “El arte militante nos limita y reduce”

Nota extraída del diario EL PAÍS

Por LUCAS REYNOSO

Dos guías del Museo de la Ciudad Autoconstruida, en el sur de Bogotá, saben que enfrentan un desafío el martes por la mañana. Ambas tienen 27 años y viven en Ciudad Bolívar, una localidad en la falda de la montaña que ha acogido en las últimas décadas a los desplazados por el conflicto armado y la pobreza. Trabajan en el museo local desde 2021, cuando la Alcaldía inauguró el espacio para acercar este territorio al resto de la ciudad y visibilizar las luchas de sus habitantes. Ese martes el recinto que perciben como propio recibe la visita de Doris Salcedo, una de las artistas más influyentes de Colombia y América Latina. Y ellas, que cuestionan su obra, son las encargadas de guiarla.

“Mucho gusto, [soy] Doris Salcedo”, se presenta en un tono amable la escultora en la entrada del TransMiCable, el teleférico de transporte masivo que la llevará hasta el museo. La introducción es un gesto de cortesía. Todos saben, en realidad, quién es. Nacida en 1958, ha dedicado su carrera a denunciar la violencia en su país y en el mundo. Tiene una larga lista de premios, que van desde el Velázquez en España hasta el Nasher en Estados Unidos y el Nomura en Japón. En 2019, su obra Fragmentos se convirtió en un poderoso símbolo de los acuerdos de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Las armas de la guerrilla terminaron fundidas en su “contramonumento” en el centro de la capital.

Daniela Arciniegas Quiroga y Diana Castillo Herrera, las guías, no sabían quién era Salcedo hasta hace unos años. “Reflexionábamos [hace poco] de lo distantes que han sido nuestras vidas del mundo cultural”, explican. El reconocimiento llegó con Fragmentos, la cual evalúan escuetamente durante el viaje en teleférico ante una pregunta de este periódico. “Me chocó que toda la historia de la organización esté ahí. Qué denso”, dice Daniela en un tono inseguro, mientras expresa dudas por su falta de conocimientos teóricos.

El comentario se interpreta como un elogio. La escultora responde que la guía está “perfectamente cualificada” y que entendió bien la obra. “Todo quedó ahí, esas armas no van a hacer más daño. Son un testimonio vivo de que, si lo hicimos una vez, vamos a hacerlo dos o tres veces para alcanzar la paz”, afirma. Entre tanto, pregunta por la deforestación, sorprendida por un paisaje con poca vegetación. Y ellas responden que es un territorio semiárido, “pelado” naturalmente. “No necesariamente una montaña llena de árboles está bien”.

Salcedo es consciente de los privilegios que le ha dado el reconocimiento internacional. Cuenta que Occidente “se abrió” un poco con el multiculturalismo de los años 90 y dejó entrar a algunas figuras del sur global. “Yo indiscutiblemente entré y me tomo ese lugar”, remarca. Para ella, su labor expone “los muertos que Europa no llora” y dignifica a los colombianos, todavía estigmatizados como “narcos”. No considera importante que algunos como Daniela no la reconocieran antes de Fragmentos. “Hablo por ella, por todos. Aunque no lo sepan, uno trabaja por ellos”, comenta al tiempo de que el teleférico llega a su destino.

Visita al museo

El recorrido por el museo comienza a las 8.45 y dura poco más de una hora. Daniela y Diana van a toda velocidad mientras cuentan sobre los estigmas, los daños ecológicos al río Tunjuelo –un “abuelo” del territorio–, las consecuencias de un basurero y la extracción de rocas y arenisca para levantar edificios en el resto de Bogotá. “De aquí se saca el material con el que se construye la ciudad que nos da la espalda”, resaltan. “Nos llaman ‘invasores’, pero nadie habla de los invasores que nos desterraron de nuestros lugares de origen”.

Ilich Leonardo Rojas, un exguerrillero de las FARC, comienza a participar en la mitad de la visita para mostrar la exposición temporal Las huellas del arte en la guerra. Tiene poco tiempo porque Salcedo tiene una cita médica hacia el mediodía y aún hay que recorrer la biblioteca del museo. Sin embargo, se empeña en mostrar rápidamente el trabajo de sus compañeros reintegrados. “Quisimos venir acá, un territorio violentado por las FARC, y traer la reconciliación también a donde hicimos la guerra”, explica.

Las obras son eclécticas. Incluyen a un caballito de madera que representa a las artes y los oficios extintos, una muñeca guerrillera que simboliza el capítulo de género de los acuerdos con las FARC, una máquina en la que todavía “se pueden escribir historias de paz” y un cuadro de un preso que mira anhelante por una ventana. Sobresale una imitación de Comediante, una obra de un banano pegado a la pared que en 2019 se vendió por 120.000 dólares en Estados Unidos. Está ubicada arriba a la derecha de una balanza con plátanos de campesinos, a quienes se les pagan sumas módicas por su trabajo.

Daniela y Diana vuelven sobre el final, después de la visita a la biblioteca. Muestran con orgullo el Palo del Ahorcado, una escultura que lleva el nombre de un árbol centenario que es un símbolo comunitario de resistencia. La obra es un círculo marrón, con una roca en el centro y con raíces, chapas y tejidos alrededor. Tiene muchos significados: el color es la tierra y la violencia que causó, la roca es la lucha contra la explotación minera y los alambres son la “autoconstrucción” de Ciudad Bolívar.

Recomendaciones

La escultora permanece en silencio durante casi todo el recorrido y reserva su opinión para el final, cuando toma el protagonismo en un diálogo en la terraza. Primero, felicita efusivamente a la comunidad de Ciudad Bolívar y a los exguerrilleros por los “trabajos colectivos”. Después, es implacable con su primera recomendación: “Predomina el lenguaje sociológico y eso sirve para comprender y pensar soluciones. Pero hay que abrir al arte, que nos proyecta al futuro, a utopías y sueños”.

El segundo consejo es expandir la mirada hacia afuera de la localidad. Salcedo considera que es propio de la sociología cerrar a la comunidad en sí misma, mientras que el arte observa para todos lados y “rompe la marginación”. “Necesitamos que el arte de Ciudad Bolívar se proyecte hacia afuera (…) Enséñenos de la vida, no solo de Ciudad Bolívar”. Cree que hay que evitar los “guetos”, favorables a los poderosos, y apropiarse de otros espacios. “Al poder se le habla duro y de frente”.

La excepción es el Palo del Ahorcado, una obra que considera “sofisticada” y capaz de trascender más allá de la localidad. Afirma que es “plural”, con muchos significados posibles que posibilitan un diálogo con quien la observa. Para ella, contrasta con los otros trabajos, que ve como más evidentes y pegados a una narrativa. Quiere que los excombatientes de las FARC también logren trabajos universales, capaces de reflejar otras violencias en el mundo.

Ilich expresa sus desacuerdos, con cierta cautela en el uso de las palabras. “Cuando saben de donde viene uno, la estructura nos reduce y nos etiqueta como arte militante”, comenta. Diana lo apoya: “Nos encapsulan [en Ciudad Bolívar]”. Salcedo, que aprecia el debate, les responde que es necesario hacer obras contundentes y que interpelen a los demás. “Problemas económicos tenemos todos, nos cierran puertas, pero las obras deben hablar por su cuenta. Llega un momento que son tan grandes que ya no te cierran puertas”.

“El arte militante nos limita y reduce”, agrega. Y pide que los artistas vayan más allá, pese a reconocer que los componentes más políticos sirven como forma de catarsis. “La relación con la artesanía es importante, pero hagamos algo que no se pueda instrumentalizar (…) El arte no impone un sentido”.

Reacciones

El exguerrillero de las FARC y las guías evitan confrontar durante el conversatorio. Creen que no es el lugar para hacerlo. Sin embargo, tras la partida de Salcedo, evidencian sus desacuerdos en una cafetería cercana. Creen que el objetivo del museo no es primariamente producir un arte que trascienda al exterior, sino promover procesos comunitarios que reflejen la realidad que les atraviesa. Daniela reivindica que tenga una “funcionalidad” y un sentido más literal, ya que “no todo puede ser abstracto”. “Transformarnos sería asemejarnos a una galería de arte, mientras que el museo es una apuesta política”, remarca. Algo similar opina Ilich, que asume con orgullo su militancia: “El arte no debe ser instrumentalizado, pero debe tener intenciones”.

No obstante, los tres valoran uno de los comentarios de la escultora. Reconocen que tenía razón cuando les pidió no quedarse quietos con lo que ya tienen. “Hay que hacer obra nueva. La idea de un artista es siempre ser diferente. Siempre nuevo, siempre nuevo, siempre adelante”, les dijo. Y ellos coinciden: “Si nos quedáramos estáticos, dejaríamos de ser un museo ‘autoconstruido’. Hay que mantener un diálogo constante con la comunidad”.

Luis Carlos Manjarrés, gerente general del Museo de Bogotá –del cual depende el espacio de Ciudad Bolívar–, tampoco está de acuerdo con la mayor parte de los comentarios de la reconocida artista y enfatiza que el Museo de la Ciudad Autoconstruida va a “contracorriente” de las narrativas oficiales y de las dinámicas de mercado. Sin embargo, no cree que la visita que organizó la Alcaldía para visibilizar el espacio a través de Salcedo haya salido mal. “Nos nutren las conversaciones improbables”, afirma. Mientras baja en el teleférico, reconoce que la propuesta de la Secretaría de Cultura lo entusiasmó desde el principio: “Queríamos generar incomodidad en las chicas y tener un debate. Elegimos a las mediadoras más críticas”.

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